Nota informativa
Nuestra civilización ha sido construida sobre la base de los combustibles fósiles. Antes de las crisis del petróleo en los años 70 y de la revolución de la microelectrónica y las telecomunicaciones, el ADN de nuestro paradigma productivo era la hipótesis de petróleo abundante y barato. Esto explica la constante resistencia a aceptar la evidencia científica del cambio climático y sus repercusiones sobre el planeta y la humanidad.
Según un artículo reciente del periodista Martin Wolf publicado en el Financial Times (Global inaction shows that the climate sceptics have already won), entre 1991 y 2011 se han publicado 11.194 artículos científicos de 29.083 autores sobre cambio climático: 98,4% de los autores respaldan la idea del calentamiento global como obra antropogénica; 1,2% la rechaza y 0,4% está inseguro.
El hecho de que siga imperando la opinión de ese 1% significa un enorme veto ejercido por una minoría ínfima sobre la comunidad científica y la humanidad.
Es cierto que las negociaciones internacionales sobre este tema son complejas. No es fácil llegar a acuerdos globales efectivos, ejecutables y medibles respecto al control de emisiones en todos los países. Más aún si es necesario definir primero qué análisis primará en esa contabilidad, si un análisis de flujo, es decir, quien está contaminando más en un año calendario, o un análisis de stock, que indica quien ha emitido más gases de efecto invernadero a lo largo de dos siglos.
De acuerdo a un análisis de flujo, China, con 20% de la población mundial, fue responsable de 24% de las emisiones globales en 2009, por encima de Estados Unidos, quien responde por 4% de la población mundial y 17% de las emisiones. Es decir, cada habitante chino emite 1/3 de lo que emite un estadounidense.
Como en las economías emergentes hay más población y menor eficiencia energética que en el mundo industrializado, el mayor crecimiento que han experimentado estas naciones en el transcurso de este siglo se está reflejando en un aumento de las emisiones globales por persona. No obstante, si medimos el daño acumulado en la capa de ozono a lo largo de dos siglos de industrialización, es claro que la mayor responsabilidad recae justamente sobre las economías más industrializadas.
Los líderes chinos creen que no hay buenos argumentos para aceptar un tope a las emisiones de sus ciudadanos muy inferior al que los estadounidenses defienden para sí mismos. Pese a ello, igual están embarcados en un activo proceso de descarbonización de su matriz energética, mejorando la eficiencia de sus plantas térmicas y avanzando notablemente en las tecnologías de energías renovables no convencionales. Sin embargo, están encontrando barreras comerciales en Europa y Estados Unidos en sus exportaciones de paneles solares. Es de esperar que esto no derive en una guerra comercial en sectores claves para el cambio tecnológico y el cambio climático.
Ya nadie pregona que "los mercados financieros son eficientes, racionales y se autoregulan", como profesaba el credo que nos condujo a la crisis. Nadie sensato podría decir tampoco que "los mercados de la temperatura de la tierra son eficientes, racionales y se autoregulan", pues entonces habría que negar la evidencia. Esto parece inconveniente cuando Estados Unidos atraviesa la peor racha de tornados de la que se tenga registro y cuando las inundaciones en varios países de Europa alcanzaron también niveles históricos.
En América Latina y el Caribe solo en este primer semestre hemos enfrentado inundaciones severas y deslizamientos de tierras en Río de Janeiro (Brasil), Buenos Aires y La Plata (Argentina), Bolivia, Puerto Rico, Colombia, Cuba, Ecuador, Guatemala y Perú.
En el debate internacional, la economía baja en carbono sigue siendo interpretada por muchos como sinónimo de privaciones y de retorno a épocas pretéritas de atraso económico. Este prejuicio ignora la evidencia que muestra que las empresas y actividades que han tomado en serio el calentamiento global, adecuando su producción, tecnologías y cadenas de valor, recuperan prontamente la inversión, mejoran su rentabilidad y se posicionan en lugares de mayor competitividad.
Se trata de un cambio de paradigma en la gestión empresarial que va mucho más allá de la maximización de beneficios en el corto plazo y que, en la práctica, es la nueva forma de competir en los mercados globales.